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Ciudad Peninsula

Transición y colonización del borde lacustre

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Durante la época colonial, la ciudad de México-Tenochtitlan atravesó una profunda transformación urbana, pasando de ser una ciudad isla en medio del lago Texcoco a una ciudad peninsular articulada con tierra firme. Este proceso modificó su tejido urbano, su relación con el agua, su carácter defensivo original y, fundamentalmente, implicó una fuerte imposición simbólica, espacial y religiosa por parte del poder colonial español.

En tiempos mexicas, Tenochtitlan era una ciudad organizada en torno al agua. Su traza combinaba calzadas y canales, con chinampas y barrios conectados mediante puentes removibles, lo que le daba un fuerte carácter defensivo. La ciudad era prácticamente inexpugnable gracias a su insularidad. Con la conquista y el avance colonial, ese carácter defensivo fue perdiendo sentido y se impuso una lógica más comercial y administrativa. Según Romero, los españoles transformaron la estructura hidráulica original para facilitar el control político y la explotación económica: “El desecamiento parcial del lago permitió una conexión más permanente con tierra firme y facilitó el crecimiento urbano lineal hacia el continente”. Los canales fueron paulatinamente rellenados, y en su lugar se trazaron calles rectas al estilo europeo. La ciudad se volvió más terrestre, menos anfibia, más conectada al comercio que a la defensa. Este cambio no fue solo técnico o funcional, sino profundamente simbólico.

Para los mexicas, el agua tenía un fuerte valor simbólico y religioso. Era el nexo entre los mundos, vinculada a Tláloc y al ciclo agrícola y cósmico. El lago no era solo geografía, era sagrado. En cambio, para los españoles, el agua era un obstáculo técnico y sanitario. Como afirma Gutiérrez, “el pensamiento indígena donde todo es sagrado [...] no existía una clara división del mundo sacral y del mundo secular como en el pensamiento occidental”. El relleno de canales, la clausura de acequias y la construcción de plazas secas implicó, más allá del control territorial, una negación de lo sagrado, un “taponamiento” físico y espiritual de las antiguas cosmovisiones. El acto de cubrir el agua con tierra fue también un acto de colonización simbólica, de dominación espiritual.

La evangelización no solo se dio en los templos, sino también en el espacio urbano. Como señala Gutiérrez, “las premisas de una acción sacralizadora que va desde el territorio hasta los aspectos de la vida cotidiana encuentran una amplia receptividad en el mundo indígena”. Sin embargo, esta nueva sacralización vino a sustituir, no a integrar, los significados originarios. Los espacios antes rituales en torno al agua manantiales, canales, lagunas fueron reemplazados por vías sacras cristianas, cruces, capillas y retablos urbanos. Se sobrepuso una nueva religiosidad y se ocultó (a veces literalmente) la antigua.

La ciudad de México colonial se reconfiguró como centro de poder virreinal, con una traza ortogonal inspirada en el modelo de ciudad renacentista europea. La plaza mayor, las instituciones civiles y eclesiásticas y los mercados reemplazaron la centralidad sagrada del Templo Mayor. Romero remarca que estas transformaciones “no respondían tanto a las necesidades de los pueblos conquistados como a las necesidades administrativas y simbólicas de la metrópoli”. Se impuso una nueva jerarquía espacial que reflejaba una nueva jerarquía política y religiosa.

Pese a la imposición, hubo formas de persistencia. Gutiérrez insiste en que “el barroco americano [...] articuló la conjunción del mundo indígena entre el ‘estar’ y el ‘ser’”, generando una forma híbrida que no logró borrar del todo las memorias sagradas prehispánicas, pero sí las relegó al plano de lo sincrético o lo subordinado.

La ciudad de México en la época colonial fue el escenario de una transformación radical: de ciudad lacustre a ciudad peninsular, de defensiva a comercial, de lo sagrado indígena al orden cristiano. El agua, eje vital y simbólico de Tenochtitlan, fue progresivamente invisibilizada, no solo con tierra y piedra, sino con nuevas narrativas y usos urbanos. Mientras Romero enfatiza la lógica de planificación y control urbano como una extensión del poder imperial, Gutiérrez aporta una visión más culturalista, mostrando cómo el barroco funcionó como un proceso de integración simbólica, aunque también de imposición. En ambos enfoques se revela un proceso de colonización del espacio, del agua y del alma.

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