Introduccion
La historia de las ciudades en América Latina no se puede entender sin tomar en cuenta los elementos naturales que influyeron en su forma y organización. Entre ellos, el agua fue especialmente importante. No solo se usó como recurso para la vida diaria, la agricultura o el transporte, sino que también tuvo un gran valor simbólico: estuvo relacionada con la religión, el poder político y la identidad cultural de los pueblos. En las ciudades mesoamericanas, y sobre todo en Tenochtitlan, el agua fue un factor clave en la manera en que se organizó el espacio urbano. Sin embargo, esta relación cambió de forma drástica después de la conquista europea. Con la llegada de los españoles, la forma de ver, usar y controlar el agua y con ella, la ciudad misma se transformó. Dos autores que ayudan a entender este cambio son Ramón Gutiérrez y José Luis Romero, quienes, desde distintas miradas, nos permiten comprender cómo el agua influyó en la historia urbana de América.
Ramón Gutiérrez estudia el barroco en América y propone que no fue simplemente una copia de Europa, sino que en este continente se mezcló con las ideas, creencias y formas de vida indígenas. En ese contexto, el agua era mucho más que un recurso físico. En las culturas indígenas, el agua formaba parte de lo sagrado. Lagos, manantiales, ríos y cerros estaban relacionados con los dioses y con rituales importantes. Para Gutiérrez, el barroco no eliminó esa visión, sino que muchas veces la integró y la transformó. Las iglesias, los caminos religiosos y los espacios urbanos coloniales muchas veces se construyeron en lugares que ya eran importantes para las culturas locales. Así, el resultado fue una mezcla entre lo europeo y lo indígena, tanto en lo material como en lo simbólico.
Por otro lado, José Luis Romero analiza cómo las ciudades latinoamericanas fueron cambiando con el paso del tiempo. En su visión, Tenochtitlan fue en su origen una ciudad militar y religiosa. Estaba completamente adaptada al lago: se construyó sobre el agua, con canales, calzadas y chinampas que servían para moverse, cultivar y proteger la ciudad. El agua no solo cumplía funciones prácticas, sino que también era parte del orden social y espiritual. El centro de la ciudad, el Templo Mayor, estaba conectado con el resto del espacio por medio de estas vías acuáticas, que mostraban cómo el poder y la religión estaban organizados.
Pero todo eso cambió con la llegada de los conquistadores. Los canales empezaron a taparse, las chinampas dejaron de usarse como antes, y el centro de la ciudad pasó a ser una gran plaza al estilo europeo, rodeada de edificios administrativos y religiosos. La nueva ciudad comenzó a rechazar el agua. Lo que antes era el corazón del espacio urbano el lago y los canales ahora se veía como un problema. En lugar de integrarla, la ciudad trató de controlarla, canalizarla o eliminarla. El agua, que antes daba forma a la ciudad, fue empujada a los bordes. Aun así, no desapareció del todo: seguía presente en acueductos, fuentes y desagües, pero ya no como símbolo sagrado, sino como parte del control técnico del espacio.
Este cambio refleja algo más grande: el paso de una ciudad ligada a la naturaleza, a lo sagrado y a la comunidad, a una ciudad diseñada para el comercio, el poder y el control. Tenochtitlan, transformada en Ciudad de México, pasó de ser una ciudad lacustre y ceremonial a una ciudad terrestre y funcional. Esta transformación no solo cambió su forma física, sino también la manera en que sus habitantes se relacionaban con el entorno.
La lectura de Gutiérrez y Romero permite ver que las ciudades latinoamericanas no fueron simples copias de Europa, sino espacios con historia propia, donde las formas indígenas y coloniales se mezclaron, a veces en conflicto, otras en convivencia. En ese proceso, el agua fue un elemento central: como recurso, como símbolo, y como motor de organización urbana.