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Ciudad Continental Integración simbólica, ciudad virreinal y comercial

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Hacia el final de la época colonial, la Ciudad de México había dejado atrás su condición original de ciudad-isla. El proceso de desecación del lago de Texcoco y el progresivo relleno de sus canales, parte de un ambicioso proyecto de control hidráulico iniciado por los españoles desde el siglo XVI, culminó en una ciudad consolidada sobre tierra firme, de espaldas a su origen acuático.

Con el tiempo, la ciudad dejó de ser navegable y defensiva por medio del agua. En su lugar, se impuso una traza urbana más próxima al modelo europeo: calles rectilíneas, plazas organizadas y manzanas regulares. Esta transformación fue también simbólica: el sistema de canales que había caracterizado a la Tenochtitlan prehispánica fue sustituido por calles empedradas, secando la red acuática que alguna vez fue funcional y espiritual. Uno de los ejemplos más claros de esta transformación es el acueducto de Chapultepec, obra emblemática del inicio del periodo virreinal, que con el paso del tiempo quedó relegada y finalmente en desuso. Estas infraestructuras, pensadas para una ciudad con necesidades hidráulicas monumentales, fueron desplazadas por sistemas más integrados al tejido urbano seco y consolidado.

Ramón Gutiérrez plantea que hacia el final del período colonial, las ciudades virreinales se habían vuelto “cosmopolitas”, no tanto por una apertura global moderna, sino por la integración de múltiples capas culturales: indígenas, mestizas, criollas y españolas. Aunque predominaba el modelo impuesto por la Corona, la Ciudad de México desarrolló una forma urbana marcada por el barroco, adaptado al contexto americano. Este barroco no se limitaba al estilo arquitectónico, sino que organizaba el espacio a partir de una lógica ornamental, simbólica y jerárquica, que reflejaba tanto la autoridad colonial como las tensiones culturales subyacentes.

En este proceso, el valor simbólico y religioso del agua en la cosmovisión mexica se diluyó casi por completo. Lo que antes era un elemento sagrado—fuente de vida, canal de comunicación, vínculo con lo divino— fue reemplazado por un urbanismo centrado en la solidez del suelo y el control del espacio. Romero menciona cómo la cultura virreinal “extirpó los símbolos de idolatría” y, en el proceso, también despojó al agua de su carácter mítico para reemplazarlo por una infraestructura racional y utilitaria. El mundo indígena, que había comprendido el paisaje como un espacio sagrado, fue reemplazado por una lógica de dominación y normalización urbana.

Sin embargo, Gutiérrez matiza esta lectura. Según él, el éxito del barroco americano residió precisamente en su capacidad de integrar elementos simbólicos del mundo indígena, aun cuando lo hiciera de forma encubierta: “La sacralización territorial [...] coincidía con las que desde antes de la conquista utilizaban las comunidades indígenas”. Es decir, aunque el agua desapareciera físicamente, su memoria simbólica persistió en rituales, recorridos y fiestas que daban continuidad a lo sagrado.

Romero, más crítico, observa en la modernización colonial un proceso de olvido de lo indígena: una ciudad que se europeiza progresivamente en forma y en espíritu, borrando los signos ancestrales. Gutiérrez, en cambio, subraya la capacidad de la ciudad colonial para absorber y reinterpretar esos signos en una lógica barroca integradora. Habla de una arquitectura “apropiada”, que da respuesta a necesidades espirituales y materiales propias del contexto americano, aun bajo la forma europea.

La Ciudad de México al final del periodo colonial ya no era la ciudad acuática de los mexicas, sino una ciudad barroca, firme, labrada en piedra y con un trazo ortogonal que aspiraba a lo europeo. Pero bajo esas capas de urbanismo y arquitectura, persistían aunque ocultos los rastros de un pasado simbólico en el que el agua era más que un recurso: era el reflejo del mundo sagrado. En esta nueva ciudad, el barroco virreinal no solo imponía orden y magnificencia, sino que también arrastraba los ecos de una memoria indígena que no se extinguía, sino que se transformaba.

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