Tras las intervenciones de obra pública hidráulica durante la época virreinal en la Ciudad de México, como los acueductos, canales y obras de desagüe, el resultado urbano a largo plazo fue profundamente contradictorio. Si bien estas infraestructuras permitieron el crecimiento y consolidación de la ciudad durante los siglos coloniales, una vez que cayeron en desuso o colapsaron frente a los proyectos de modernización del siglo XIX, su existencia dejó huellas físicas y funcionales que condicionaron el orden urbano posterior.
La obsolescencia de estos sistemas generó un doble efecto: por un lado, muchos de ellos fueron absorbidos por la trama urbana moderna, transformándose en calles, paseos o corredores; por otro, dejaron espacios residuales y trazas que perdieron su sentido original pero continuaron afectando la morfología de la ciudad. Ejemplos de esto pueden encontrarse en la traza del antiguo acueducto de Chapultepec, que abastecía al centro desde los manantiales del bosque y cuya presencia influyó en el trazado posterior de vialidades como el Paseo de Bucareli. Asimismo, otros acueductos coloniales como los de Santa Fe o Guadalupe, que alimentaban barrios conventuales y áreas periféricas, también contribuyeron a configurar rutas que luego serían ocupadas por caminos y calles urbanas.
El abandono del sistema de control hidráulico virreinal, sumado al desecamiento progresivo del lago de Texcoco, modificó profundamente la lógica territorial de la ciudad. La antigua capital lacustre, articulada en torno a canales y bordes de agua, se convirtió en una ciudad continental. Esto no solo alteró la relación de la urbe con su medio ambiente, sino que también desplazó centralidades, redefinió jerarquías espaciales y generó nuevas formas de segregación urbana. Los antiguos canales, fueron primero convertidos en cloacas abiertas y luego encajonados o cubiertos, dejando tras de sí corredores de baja calidad ambiental y barrios con una estructura urbana heredada del trazado hidráulico.
Este proceso tuvo también una dimensión simbólica y cultural. Como sugiere Ramón Gutiérrez, muchas de estas obras hidráulicas coloniales no eran solamente infraestructuras funcionales, sino también elementos cargados de sentido ritual y religioso. Su desaparición implicó la pérdida de una dimensión sacralizada del paisaje urbano, clave en la vida barroca colonial. El agua, que había estructurado tanto las prácticas cotidianas como los rituales sociales y religiosos, dejó de ser un elemento organizador de la ciudad. Esto afectó particularmente a los sectores populares e indígenas, para quienes el agua y sus trayectos estaban profundamente arraigados en la cosmovisión y el uso del territorio.
La transformación de la ciudad tras el abandono de estas obras no fue únicamente técnica, sino que implicó una mutación en la forma de habitar y de comprender el espacio urbano. La Ciudad de México pasó de ser un espacio fluvial, interconectado por canales, a una urbe terrestre, fragmentada y secular, marcada por lógicas modernas de vialidad y propiedad. Aunque funcionalmente obsoletas, las obras hidráulicas coloniales dejaron una huella duradera en la estructura física y simbólica de la ciudad.